Por: Patricia Luli
I
Nazarena desde que se había ido a Colombia cada año se trasladaba al pequeño pueblo, en el que había pasado su infancia y adolescencia, sin embargo, poco a poco fue espaciando los viajes y ya solo lo hacía cada dos años. Un pueblo pampeano llamado La Fraternidad, de grandes extensiones de campo y un pequeño casco urbano, con una inconmensurable uniformidad de paisaje en la cual vacas, caballos, cebadilla criolla y cola de zorro, rompen la monotonía y le ponen movimiento y color a la llanura. La joven aprovechaba para visitar a sus abuelos. Sentía la monotonía del paisaje en la gente del pueblo, de decisiones lentas y lenguaje envejecido. La nostalgia le duraba exactamente nueve días, al décimo comenzaba a sentir el olor a lugar enmohecido y el aroma a los tilos comenzaba a recordarle las frías tardes de invierno en que regresaba de la escuela en su bicicleta roja.
En cada ida a La Fraternidad, la joven experimentaba una mezcla de emociones contradictorias e intensas.
Era la más pequeña de tres hijos, dos varones Federico y Martín y ella. Federico y Nazarena se llevaban un año de diferencia mientras con Martin la diferencia era más grande, de cuatro años. Siempre Martín funcionó como el hermano mayor de Nazarena y Federico, cuidándolos en muchas ocasiones en las cuales sus padres debían dejarlos solos por asuntos de trabajo. Nazarena mantenía una relación de compinches con su hermano Federico. Con él conservaba secretos y recuerdos de infancia de mucha complicidad. Luego, al irse Federico a Córdoba para trabajar y ella para Colombia, la relación comenzó a enfriarse. Las llamadas y los encuentros se fueron espaciando. Para ninguno de los dos esa relación era tan vital como en la infancia y la adolescencia. Martín, por su parte, se había ido a España con su pareja a probar suerte, por lo cual tampoco se veían con frecuencia.
Sus padres, docentes en escuela pública, siempre soñaron que sus hijos pudieran buscar un porvenir fuera de La Fraternidad, ya que sabían que no les ofrecería oportunidades y que quedándose allí solo podrían lograr ser comerciantes o empleados municipales. Nazarena, al finalizar la escuela secundaria, se inscribió para lograr una beca en la universidad Santo Tomás, en Colombia, para seguir la carrera de bióloga marina. La conexión con el mar desde muy pequeña, era permanente. Sus abuelos paternos vivían en la costa y cada verano Nazarena pasaba sus vacaciones allí, acompañando a su abuelo Guido a pescar. También tenía una afición especial por el cuidado de la naturaleza. Sus padres le enseñaron desde pequeña a protegerla. Desde que ella lo recuerda, ellos participaban de un periódico, Zona Verde, en el cual escribían sobre los proyectos de minería y los complejos habitacionales que se estaban instalando en los pueblos cercanos y que significaban una enorme desforestación.
Nazarena siempre se destacó por ser una estudiante brillante, así que logró ganar la beca e irse a vivir a Colombia, para iniciar sus estudios. Regresaba de vacaciones a ver a su familia y a sus amigas del secundario.
Ese año, resolvió no esperar hasta el verano sureño para visitar a sus afectos, en el mes de junio salió de viaje.
II
Ya hacía casi siete meses que Toribio se encontraba completamente postrado en su cama.
Por las mañanas, Ludmila, con dificultades en sus piernas, arrastraba los pasos para servirle el desayuno y asearlo un poco. Una extraña enfermedad, llamada huérfana por los médicos, lo iba deteriorando de manera acelerada. Ella había intentado incansablemente proporcionarles sus brebajes naturales, combinando distintas hierbas curadoras que en otros casos le habían dado efectos milagrosos, pero con Toribio, nada fructificó. Inicialmente Ludmila le reprochaba que era porque él no creía en sus medicinas, sin embargo, a Toribio le daba temor que ella cortara ciertas plantas, de todas formas, ambos sabían que el mal estaba muy avanzado y que en algún momento llegaría el final, así que no querían desperdiciar los días discutiendo por esas cotidianidades que siempre los alejaban y les hacían olvidar el amor que se tenían.
Ese frío miércoles de otoño, la mujer se levantó temprano, se puso su viejo poncho de lana gris y salió al patio en busca de leños para encender la cocina y calentar el agua. Toribio durante los meses de noviembre y diciembre, cada año, preparaba la leña para cuando llegara el invierno. Mantenían leños pequeños de acacia de su monte para la cocina y leños de algarrobo para la salamandra, que calefaccionaba la casita del matrimonio.
Toribio había pasado una mala noche y ella se dispuso a compartir la jornada con él. Tomó los álbumes de fotos y se sentó al pie de su lecho para conversar. Lo hicieron de manera agradable, las anécdotas les convocaban risas y por momentos emoción hasta las lágrimas; así pasaron varias horas conversando. Cada minuto Toribio sentía que las fuerzas se le iban agotando y le costaba pronunciar las palabras. Sentía que llegaba su final. Entonces no quiso demorarse más y con el poco aliento que le quedaba, comenzó el listado de solicitudes y recomendaciones que consideraba que su esposa debía conocer. Así conversó de unos pequeños ahorros que guardaba en su sobre de cuero café en el cajón de su ropa interior, de la escritura de la casa, de los animales, de dos vacas y del viejo Adolfo, un caballo de paseo que su padre le había dejado antes de morir. También le dijo en tono bajo, entre suspenso y complicidad, << Ludmila sabes lo que me ha costado a mí reconocer tu sabiduría y tus poderes curativos, al principio solo creía que me había casado con una bruja. Sé que necesitas todo el tiempo en el monte para hacer tus curaciones, sin embargo quiero recordarte la leyenda de Tacónzucam , la cual decía que luego del asesinato del cacique Ñangareko, del pueblo guaraní, por los españoles, su espíritu , se convirtió en vigilante de quienes cortaban algarrobas verdes o dañaban árboles y enredaderas, quitándoles su condición humana, los dedos de las manos se convertirían en ramas, y sus pies en raíces, para que así, enraícen la memoria de un pueblo que no puede olvidar el cuidado a la naturaleza y eternizarse como guardianes de la misma, enfrentándose a las fuerzas depredadoras del medio ambiente , y continuó:
<Mujer ¿Recordás cuando después de la gran tormenta del 79, que algunos decían que era la cola de un tornado y otros la tormenta de Santa Rosa, encontraron a Don Cirilo al pie de un árbol, muerto, con su hacha en la mano y en el cuello una enredadera. Ludmila no puedes desconocer esta leyenda cuando recojas frutos, flores y hierbas para hacer tus medicinas naturales. Debes ser muy cuidadosa del uso que le des a la naturaleza. Recuerda que el espíritu del cacique Ñangareko se ha alojado en algún ser animal y desde allí está pendiente de observar y proteger la naturaleza, volviendo ejércitos de árboles a quienes por indolencia han hecho un mal uso del ambiente>
Ella escuchó con atención las palabras que su compañero pronunciaba con tanta dificultad. Al finalizar el relato, tomó sus manos, las acarició tiernamente y le dijo que se quedara tranquilo, que ella cuidaría de todo lo que ellos habían construido, y que no se pondría en riesgo mal usando la naturaleza, le dijo que reposara y se fuera en paz. Esperó que Toribio cerrara los ojos y con un rostro satisfecho él dejó este planeta.